Un verdadero día y noche de muertos

Tenía años que yo no ponía ofrenda a mis muertos.
Tenía años que por propia voluntad y sola no rezaba un rosario.
Tenía años que no platicaba, agradecía y pedía a Dios de la manera en que el sábado lo hice.
Un día con mucho frío, un día nublado, una visita al mercado para preparar una cena.
Una noche que nunca llego.
Todo el día fue tan extraño, sin imaginar que lo peor que viviría sería por la madrugada.
Dieron las siete, las nueve, las doce.
Vi llegar el último metrobus, en medio del peor frío que jamás había sentido.
Jamás llegó.
Eran las doce de la noche cuando me salí y el portero al ver mi cara me dijo que no me preocupara.
Al veinte para las dos de la mañana iba regresando a esa casa a la que no quería entrar, acompañada únicamente por mi locura.
Tenía años que no me sentía tan angustiada como esa noche, no recuerdo que mi cuerpo, mis huesos, mi corazón, mi alma, sintieran el frío que esa noche, mientras regresaba a casa me hacía temblar y rechinar mis dientes.
En la cama, con cinco cobijas encima, el frío no me dejaba, mis pies por más que los frotaba creo que sólo los lastime y eso por fin me hizo llorar, ni eso podía.
No sé a que hora por fin me dormí.
Despertar y recordar que en mi sueño, completamente consciente tomaba una rebanada de pastel de moras me daba señales de que nada en mi esta bien.
Me comí esa rebana de pastel sabiendo lo que ello significa, mi real noche de muertos.


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