Cuando somos niños, el infierno es nada más que el nombre del diablo puesto en la boca de nuestros padres.
Después, esa noción se complica, y entonces nos revolcamos en el lecho, en las interminables noches de la adolescencia, tratando de apagar las llamas que nos queman ‑¡las llamas de la imaginación!‑.
Más tarde, cuando ya no nos miramos en los espejos porque nuestras caras empiezan a parecerse a la del diablo, la noción del infierno se resuelve en un temor intelectual, de manera que para escapar a tanta angustia nos ponemos a describirlo.
Ya en la vejez, el infierno se encuentra tan a mano que lo aceptamos como un mal necesario y hasta dejamos ver nuestra ansiedad por sufrirlo.
Más tarde aún (y ahora sí estamos en sus llamas), mientras nos quemamos, empezamos a entrever que acaso podríamos aclimatarnos. Pasados mil años, un diablo nos pregunta con cara de circunstancia si sufrimos todavía.
Le contestamos que la parte de rutina es mucho mayor que la parte de sufrimiento.
Por fin llega al día en que podríamos abandonar el infierno, pero enérgicamente rechazamos tal ofrecimiento, pues ¿quién renuncia a una querida costumbre?
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